Carlos Ramírez 30 marzo, 2022 | Hace 3 años

Salinas liquidó diplomacia progresista; consenso geopolítico de Washington

Los diplomáticos del lobby priísta de política exterior están convirtiendo a Estados Unidos –de Reagan a Biden– en el único aliado estratégico de México, aunque a costa de liquidar de una vez por todas los perfiles de la diplomacia progresista que le dieron brillantez en el pasado.

Exembajadores, analistas e intelectuales forman parte de los grupos mexicanos que están molestos por la capacidad de autonomía relativa de la política exterior del presidente López Obrador y su canciller Marcelo Ebrard para priorizar los intereses mexicanos en la crisis de Ucrania y responden a los resortes de profundización de la dependencia mexicana que propició el proyecto salinista del Tratado de Comercio Libre en el modelo Negroponte.

La política exterior mexicana operó con orgullo en 1962 con la negativa a romper relaciones con Cuba, en 1973 con el apoyo al gobierno socialista chileno de Allende y la condena al golpe de Estado operado por Henry Kissinger y en 1979 con el soporte vital a la revolución sandinista para derrocar al dictador Somoza impuesto por Washington.

Esa diplomacia se fortalece con la decisión gubernamental mexicana de no apoyar las sanciones contra Rusia en una guerra imperialista que beneficia a los intereses geopolíticos del neoconservadurismo estadounidense de Biden. Sin embargo, la crítica a esa decisión de política exterior-seguridad nacional-doctrina de defensa nacional se basa en la exigencia conservadora de que México tiene que someterse a los dictados de la Casa Blanca. Como Donald Trump en 2019, el gobierno de Biden está usando amenazas del tratado comercial para obligar a México a subordinar su política exterior autónoma a la construcción de un nuevo bloque geopolítico-militar alrededor de Rusia y China.

La existencia de este bloque geopolítico Rusia-China es de prioridad fundamental para la estrategia de seguridad nacional externa de México. En este sentido deben leerse las presiones del embajador estadounidense de origen texano Ken Salazar y su decisión de construir un grupo político mexicano conservador que confronte la autonomía presidencial para definir la política exterior como garantía de la política interior.

Los cambios en la política y el pensamiento diplomático de México fueron obligados por el tratado salinista. En 1988, el gobierno de Miguel de la Madrid patrocinó el informe de la Comisión Sobre el Futuro de las Relaciones México-Estados Unidos, bajo la coordinación por parte de México de Rosario Green, entonces directora del Instituto Matías Romero de la cancillería y luego secretaria de Relaciones Exteriores del gobierno de Ernesto Zedillo, continuador del neoliberalismo salinista.

Los miembros de la comisión destacaron por la presencia de personalidades vinculadas al nuevo enfoque de acercamiento histórico, político e ideológico de México hacia Estados Unidos, entre ellos el director de Nexos, Héctor Aguilar Camín, entonces representante ideológico del precandidato presidencial Carlos Salinas de Gortari.

El informe de esta comisión “El desafío de la interdependencia: México y Estados Unidos” concluyó que México debería cambiar su enfoque histórico sobre EU y borrar de su memoria educativa la explicación entonces oficial de que la Casa Blanca le había robado a México la mitad del territorio en 1847 y que había que reescribir los libros de texto gratuito. Con un contrato sospechoso, Aguilar Camín tuvo a su cargo una nueva redacción de esos libros.

El TCL en la lógica del Memorándum Negroponte cerró el candado para mantener escondido bajo siete llaves el espíritu del nacionalismo mexicano definido vis a vis en su relación de dominación de Estados Unidos. Este espíritu salinista-teceliano es el que están invocando el embajador Salazar en modo John Gavin y los sectores pronorteamericanos sobre todo del sector intelectual para criticar la decisión mexicana de no apoyar las sanciones a Rusia y en los hechos no involucrarse en una guerra imperialista estadounidense, pero cayendo en la trampa de la Casa Blanca de subordinar la política exterior autónoma de una república a un acuerdo de integración de políticas productivas.

El tratado salinista acordado con el presidente Bush Sr. –director de la CIA en 1976– se convirtió en un paralelo Consenso de Washington en materia de subordinación productiva y geopolítica a las estrategias de seguridad nacional de la Casa Blanca.

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